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8 de enero de 2009

La inclusión del pescado en la dieta es un seguro de éxito

La medicina preventiva del nuevo milenio está basada en los nutrientes que obtenemos mediante la alimentación.

Y en ese sentido los pescados poseen propiedades nutricionales que los convierten en alimentos fundamentales dentro de lo que se considera una alimentación equilibrada y saludable. No sólo disponen de proteínas de excelente calidad y vitaminas, sino que además presentan un perfil de lípidos más saludable que el de otros alimentos también ricos en proteínas, como las carnes.

A diferencia de otros alimentos de origen animal, el pescado contiene ácidos grasos poliinsaturados en cantidades comprendidas entre un 25%-45% en los pescados, de un 40%-50% en los crustáceos y de un 30%-45% en los bivalvos, porcentajes referidos a ácidos grasos totales. Entre ellos se encuentran el ácido linoleico, de la familia omega-6 y los ácidos EPA (eicosapentanoico) y DHA (docosahexanoico), de la familia omega-3.

El pescado también contiene ácidos grasos monoinsaturados y, en menor proporción, saturados.

En la mayor parte de los casos, las dolencias cardiacas aparecen como consecuencia de la existencia de aterosclerosis, enfermedad en la que las grasas, principalmente el colesterol, se van depositando en las paredes de las arterias haciendo que su diámetro disminuya, pierdan elasticidad y la cantidad de sangre que circula por ellas sea cada vez menor y lo haga con mayor dificultad, lo que puede llegar a provocar obstrucción de las arterias. El consumo de pescado para la prevención cardiovascular deriva de su riqueza en omega-3, sustancias capaces de aumentar el HDL, o buen colesterol, y reducir el LDL, o mal colesterol, así como el colesterol total y los triglicéridos sanguíneos.

A partir de los ácidos grasos omega-3 se producen en el cuerpo unas moléculas llamadas prostraglandinas que tienen, entre otras, las siguientes propiedades: impiden la formación de sustancias inflamatorias, tienen acción vasodilatadora, inhiben la formación de coágulos o trombos, contribuyen a reducir los lípidos sanguíneos (colesterol y triglicéridos) y regulan la presión arterial. Todo esto se traduce en una reducción del riesgo de aterosclerosis, trombosis e hipertensión. La cantidad recomendable para obtener dichos beneficios sería de entre 2 y 3 gramos semanales de ácidos grasos omega-3. Eso corresponde a tomar pescado azul de una a tres veces a la semana.

Pero los ácidos grasos omega-3 desempeñan funciones importantes en el embarazo, la lactancia y la infancia porque forman parte de membranas celulares, del sistema nervioso y de la retina, por lo que los requerimientos se incrementan. Es importante subrayar que el feto necesita entre 50 y 60 mg/día de estos ácidos durante el tercer y último trimestre, periodo en el que se acumulan en los tejidos, en especial en el sistema nervioso.

Por tanto, la presencia de pescado en la dieta puede prevenir el bocio, que es una enfermedad que se caracteriza por un crecimiento anormal de la glándula tiroides, situada en la parte baja del cuello, causada de manera habitual por una deficiencia de yodo en la alimentación. La tiroides fabrica dos hormonas, la tiroxina y la triiodotironina, y para la síntesis de estas hormonas es imprescindible el yodo. El pescado, especialmente el marino y el marisco representan una excelente fuente dietética para hacer frente a la falta de yodo en determinadas zonas y son alimentos recomendados para las áreas geográficas en las que las aguas y los suelos son deficientes en yodo y, como consecuencia, los alimentos que se obtiene en sus tierras también.

Como ocurre con los ácidos grasos omega 3, el yodo tiene una importancia añadida durante el embarazo y la infancia, porque la deficiencia de este mineral en estos periodos puede afectar al desarrollo y crecimiento del bebé. Se ha comprobado que durante el embarazo, el yodo es imprescindible para el correcto funcionamiento de las hormonas tiroideas que intervienen en el crecimiento del feto y el desarrollo de su cerebro, entre otras funciones.
Por tanto, el déficit de yodo puede provocar retraso físico y mental en los recién nacidos y alteraciones del desarrollo en los niños de corta edad. No obstante, en las zonas donde hay carencia de yodo, o en las etapas de mayor requerimiento de este mineral, además de consumir pescado y marisco, conviene sustituir la sal común por sal yodada, que compensa el déficit.